Roma nos recibe y nos engulle en su
ruidosa marabunta de gente y tráfico infernal instalándonos en el desasosiego y
el malestar absolutos. Los brazos están abiertos y nos arropan con la mirada
brillante y encendida, mientras sus pupilas adoptan la forma definida por el
símbolo del euro, pues no somos más que eso para ella, una sucesión de papeles
de valor creciente y variopintos colores. Nunca me he sentido tan forastero en
tierra extraña ni tan guiri en el espacio exterior, ni con la sensación
continua de que me están tangando, como aquí, en las no innumerables pero si
numerosas andanzas que ya acumulan mis anchas espaldas y cada vez más anchas
posaderas.
Superada y asumida esta impresión inicial,
se puede comenzar a disfrutar de Roma, una vez superadas las interminables
colas, primero para acceder a los monumentos, como después para conseguir una
sencilla fotografía, o un vistazo fugaz de una porción inmortal repleta de
historia, lo que hace comprender, sin duda, el calificativo que refiere a Roma
como “Ciudad Eterna”. No hay lugar para el análisis ni la contemplación y todo
el encanto y el misticismo de un lugar mítico como puede ser la Capilla Sixtina,
se diluye entre la opresión de las más de 500 personas que te rodean y los
vehementes vigilantes pidiendo silencio a gritos.
Ya en el espacio exterior,
la cosa no mejora mucho, todo tiene un precio y nunca es inferior de due euri, no se si los italianos (o los
romanos en este caso) ganan mucho, o pecan de excesiva listeza, o es que
nosotros somos directamente tontos, lo que podrá ser motivo de reflexión y
análisis en otra entrada… ahora quiero callejear, salir del gentio, del
bullicio, de la jauría… y creo que lo he conseguido, pero eso es otro cuento.
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