Desde pequeño Khibu es un
muchacho inquieto y curioso con el entorno que le rodea. Se pasa horas
observando el cielo nocturno poblado de puntos luminosos a los que no encuentra
significado. La araña en la tierra, la serpiente en el árbol, el silbido del
viento… Khibu colecciona preguntas y anhela respuestas que nunca llegan. Busca
consuelo en su padre, un espejo en quien mirarse un ídolo al que seguir en el
largo camino hacia la madurez. Este intenta satisfacer sus enormes ansias de
aprendizaje. Le regala respuestas, intenta esbozar el significado de las cosas
paliando sus inmensas inquietudes, pero cada duda solventada da lugar a dos
nuevas y estas, a su vez a otras cuatro. El saco de las respuestas imposibles
se expande más allá del contenido que su raída tela puede soportar, por lo que
Padre acaba dándose por vencido y se rinde ante tanta curiosidad. Entonces Padre,
abrumado, cree que ha llegado la hora e invita a Khibu a encontrarse con el Sabio
y consultar con él todas las inquietudes infinitas. Sabio M’mbebe es un anciano
anterior al mundo. Ya era viejo cuando Padre era sólo un niño y acumula más años
y experiencias que diez hombres juntos. Se dice que proviene de la raza de los
primigenios, los primeros hombres que trajeron el equilibrio de la existencia
de todos los seres que cohabitan la Naturaleza. Su sabiduría se remonta a los
tiempos lejanos por lo que si algo es digno de tener explicación, Sabio M’mbebe
es la humilde respuesta.
Khibu sigue el consejo de Padre,
visita a Sabio M`mbebe y
le pregunta acerca del sentido
de las cosas. Por qué la lluvia cae del cielo, al igual que la fruta madura. Qué
es esa bola luminosa que acompaña las noches del mundo… Sabio M’mbebe complacido,
acoge a Khibu en su casa, le habla de los orígenes del Mundo y le cuenta que en
la quietud y en el silencio viven todas las respuestas. Que sólo hay que
prestar la atención suficiente y el tiempo acaba demostrando que en cada rincón
del mundo habita la Paz de las Cosas Sencillas. El silencio trae reflexión y en
la reflexión está el conocimiento, el conocimiento es la respuesta y la
respuesta está en la sencillez que a su vez es la puerta de entrada hacia la
Paz y la Calma espirituales. Pero para alcanzar tan magno objetivo, se debe
escuchar el silencio desde dentro, desde el corazón, y observar con los ojos
cerrados el rumor del mundo. En el flujo de la vida habita la naturaleza y ella
es la Madre, la verdad absoluta, porque
aglutina todas las respuestas. – Deja que la Madre fluya y sabrás. Empápate en
sus ojos y conocerás – dice Sabio M’mbebe.
Khibu sigue la senda marcada por
Sabio. Se pasa las horas instalado en el fondo del corazón, escuchando el
silencio. Poco a poco van llegando a él los sonidos que tejen el mundo y
aprendiendo a interpretarlos va adquiriendo los conocimientos que permiten
completar su metamorfosis. El niño inquieto que fue una vez, rompe la crisálida
y se convierte en un joven cargado de sabiduría y sabedor de muchas respuestas
que antes lo inquietaban y que ahora posee como conocedor de la verdad de
muchos de los enigmas que lo rodean. Khibu crece en calma aprendiendo a
escuchar desde el corazón y comprendiendo el significado y la esencia de las
Cosas Sencillas. Khibu el joven es un ser en plenitud con su entorno, sensible
a los cambios que se producen a su alrededor y perfectamente respetuoso con el
resto de congéneres y demás criaturas que coexisten compartiendo el polvo del
camino, como esencia de la existencia misma.
Sabio M’mbebe sigue de cerca la
evolución del muchacho y consciente del potencial desarrollado por Khibu, lo
adopta como su joven aprendiz y discípulo. Una mañana Khibu despierta ansioso
después de pasar la noche entre sueños inquietantes, se levanta y busca a Sabio
y le pregunta cómo puede conocer que es y donde habita el destino. Si nacemos
predestinados o si en cambio éste es forjado por la fragua de nuestros pasos, dibujado
por el pincel de nuestros actos. Sabio responde que comprender el destino
implica un conocimiento profundo de uno mismo y para completar su formación lo
invita a emprender un viaje que lo conduzca a los orígenes de su propio Yo. El
viaje implica abandonar la seguridad del entorno conocido, adentrarse en los
confines de la tierra y en cada nuevo lugar paladear la Paz de las cosas
sencillas según las enseñanzas adquiridas con los años. Llegado el momento, el
viaje lo conducirá al pie de la Montaña Sagrada de Nahiru, en donde deberá
afrontar el reto de alcanzar la cima para adentrarse en el Templo Sagrado que
se oculta en su cumbre. Una vez dentro, deberá encontrar al Espíritu que lo
habita. En ese momento, sólo si su formación se ha completado, estará preparado
para recibir su legado.
Khibu emprende el viaje que lo
llevará al origen del destino. Con lagrimas en los ojos se despide de los suyos
y parte con el equipaje ligero del alma al compás de las primeras luces de un
día de verano. Su lento y firme caminar por la senda de la realidad lo conduce
al mar. A su orilla se para y contempla su inmensidad. Observa como su sinuosa
superficie riela los rayos de la luz del Sol en numerosos destellos que
calientan la piel. Ve como las ligeras olas besan la orilla y se retiran.
Cíclicamente. Prueba su tacto tibio al introducir los pies en su lecho y
abrazado por su relajante masa ve como se dibuja la silueta de su reflejo en
las aguas plateadas. Y piensa.
El viaje continua por caminos y
veredas de afiladas pendientes y angostos pasos que consiguen abrirse en la
inmensidad de un valle ocupado por las grises aguas de un lago. Al contrario
que el mar, su superficie es lisa y brillante como el cuarzo. Khibu se acerca y
arroja un guijarro que rompe la calma en numerosos círculos que se pierden en
el infinito. Distorsionada por las ondas, observa su imagen reflejada en la
superficie. Y piensa. El lago no es un principio, sino un final. El destino de
las aguas que bajan por la montaña en un lecho susurrante que esquiva a su paso
los gigantes de piedra de numerosas formas majestuosas. Acompañado por la
mirada de las fantasmales caras de los colosos de piedra, Khibu comienza el
ascenso a la Montaña Sagrada. A mitad de camino tiene sed, se arrodilla en el
río, sumerge la cabeza y bebe. Al terminar, las gotas que caen de su rostro
dibujan su reflejo en la orilla, y Khibu, piensa.
Cae la noche y en el cielo sin
luna se ilumina el camino de estrellas que lo guía en el último esfuerzo hacia
la cumbre. Khibu exhausto por el peso de los años que ha acumulado desde que
abandonó su aldea, flaquea con el último aliento y pide a las estrellas que le
presten la fuerza necesaria para completar el círculo. Cuando el alba despunta,
al compás de las sombras alargadas de la mañana, alcanza la cumbre. Los
primeros rayos de sol muestran la entrada del templo. Khibu se sienta a sus
puertas y medita. Es la hora de la verdad. Al traspasar el umbral todo
adquirirá significado o por el contrario el esfuerzo habrá sido fútil, en vano.
El templo es una gruta en realidad, y su
interior está en penumbra, pero lo suficientemente iluminado para alguien que
haya aprendido a ver desde el corazón. Khibu se adentra en las profundidades
en busca de la sabiduría del Espíritu de
la cueva. Su lento deambular por las tinieblas lo conduce a la estancia
principal, un gran espacio excavado en la roca y flanqueado por enormes arcos.
Del techo se descuelgan numerosas columnas de cuarzo, gruesos espejos que
moldean la luz como un caleidoscopio. De repente, al fondo, un destello dibuja
una silueta. Khibu corre hacia ella pero al alcanzarla no ve más que su reflejo
en roca. De nuevo algo se mueve en la entrada sea lo que sea es huidizo y no se
deja atrapar fácilmente. Al llegar al lugar, el vacío absoluto lo llena otra
vez su imagen en la piedra. Entonces gira en redondo sobre sus talones y se da
cuenta. Cientos de Khibus se repiten en el laberinto de espejos como réplicas
de sí mismo. Entonces khibu piensa. Imágenes, reflejos, son la única verdad. El
verdadero Espíritu de la cueva. No existe nada más allá del reflejo. No hay
nada tras el espejo. Lo que se refleja es lo que existe. Es lo que es.
El anciano Khibu contempla orgulloso los rostros de
los niños que, rodeando la hoguera, lo observan con los ojos como platos, sin
pestañear atentos a los relatos que el sabio anciano les narra. Al final del
camino, estamos nosotros, les dice. El destino lo construyen nuestros actos, el
camino lo hacen nuestros pasos. La
respuesta es el reflejo, está en nosotros. No hay entes ni fuerzas superiores.
Sólo nosotros y la Naturaleza. Ese es nuestro legado.