Notas de viaje

"La lectura es el viaje de los que no pueden tomar el tren."

Francis de Croisset


lunes, 29 de julio de 2013

Islandia (y V): en el corazón de la niebla



Avanza la tarde y con ella, procedente del mar, la niebla se acurruca en los huecos de las montañas, creando un manto de vapor aterciopelado que lo recubre todo. Da igual donde me encuentre, en la costa o en el interior de Islandia. Si espero el tiempo suficiente escribiré desde el corazón de la niebla. Ahora, abrigado por su húmedo manto, me encuentro dispuesto a pasar página y a hacer el inventario de los recuerdos generados durante las dos últimas intensas semanas. La colección la forman paisajes insólitos, en muchos casos sobrecogedores, majestuosos y de una belleza extraordinaria. Mis botas todavía rezuman trozos de caminos que le confieren una capa forjada por el agua y los colores de la tierra: rojo, gris, verde, marrón pero sobre todo negro. He visto cascadas, glaciares, lagos, volcanes, ríos, montañas, pozas de agua ardiente, lugares donde notas el calor del interior de la tierra y su murmullo asomarse por orificios como ventanas al infierno… al girar en cada recodo de la carretera es la puerta que se abre a un nuevo paisaje, a un nuevo país.
Sólo la experiencia de tomar la carretera 1 que circunvala el país merece la pena. Es recorrer parajes sorprendentes mientras las postales van cambiando. Porque la identidad de Islandia son sus carreteras. Estrechas, a veces sin pintar, con el firme en mal estado y eso en el mejor de los casos. Muchos lugares son inaccesibles con vehículos convencionales, porque están llenas de baches, piedras o se debe vadear ríos. Incluso carreteras “principales” tienen kilómetros enteros que pasan del asfalto a la tierra o la gravilla. Esto es muy importante ya que el día que al gobierno se le de por construir autovías y adosados, Islandia se habrá perdido para siempre.
El agua también es otro símbolo de identidad (como el hielo y el fuego). Brota por todas partes. Fría y caliente. Y en todos los casos de una calidad inigualable. He bebido más agua del grifo en 15 días que durante los últimos 20 años.
Más destacable, si cabe, que todo lo anterior es la inmensa paz y tranquilidad que existe en este lugar. Si entradas atrás comentaba de la calma de Reykjiavik, ésta parece un mercado en hora punta comparado con el resto del país. Aquí la vida tiene otro ritmo otra cadencia, que se altera con la llegada de los miles de turistas a los que los amables islandeses acogen con los brazos abiertos, orgullosos de una forma de vida. Orgullosos de su extraordinario país.
En fin, todo llega y en unas horas emprenderé el camino de regreso al reencuentro con la noche, al calor de la rutina y de los amigos y seres queridos tan necesarios, pero siendo consciente de que una parte de mi se queda en este país, tocando los acordes de la eterna canción de hielo y fuego. Espero, algún día, tener la oportunidad de volver a reunirme con ella.

viernes, 26 de julio de 2013

Islandia IV: Canción de hielo y fuego



Islandia es un país de contrastes, de paisajes antagonistas forjados por una historia de hielo y fuego. El recorrido de la carretera 1 es una muestra de ello. Al pasar la población costera de Vik, te introduces de lleno en un campo de lava que abarca más allá de lo que la vista puede alcanzar. Esta llanura es una alfombra cubierta de mullido musgo verde, que tapiza viejos valles glaciares, antiguos delta desde las altas montañas interiores hasta el mar. Son kilómetros y kilómetros de tapiz de magma solidificado que el ahora extinto volcán Laki lanzó en la primavera de 1783, sepultando todo lo que encontró a su paso. Ahora la carretera de circulación atraviesa este cementerio de piedra y no puedes más que sobrecogerte ante tanta inmensidad. De repente la lava va dejando paso a la arena. El horizonte se hace más amplio y tras una curva un coloso de piedra de case 800 m de altura cae en vertical sobre la carretera. Abrumado por esta visión, al dejarlo atrás te introduces en una llanura de arena recorrida por numerosos ríos procedentes del desague del gigantesco Skeidararjokull uno de los mayores brazos de hielo del coloso Vatnajokull, la mayor masa de hielo del mundo fuera de los polos. Estas llanuras de arena, aportes de los glaciares, se denominan Sandar y ocupan la mayor parte de la costa sureste islandesa. En esta parte el fuego cede el testigo al hielo que se vuelve el protagonista del paisaje con innumerables glaciares que descienden desde las altas cumbres de Vatnajokull hasta casi el nivel del mar, teniendo su culmen en la preciosa laguna glaciar de jokullsarlon, donde el glaciar Breidamerkurjokull se deshace en numerosos icebergs de hielo azulado.
La canción de hielo y fuego no termina en esta laguna, entre focas y charranes. Por toda Islandia hay vestigios de obras pasadas gravadas con rojo magma. Las denominadas Tierras Altas son un enorme desierto de polvo negro y ceniza. El origen y entorno del Lago Mytvatn es un cúmulo de campos de lava y cráteres y montañas que se desescaman en heridas amarillas y crepitan desprendiendo calor y humos vaporosos. Allí la corteza terrestre es un estrecha línea que separa la calma y la belleza naturales del terrorífico y ardiente infierno que se puede desatar cuando la naturaleza alivia sus tensiones por los puntos calientes de la tierra. Sin duda será esta una canción de hielo y fuego que se seguirá escribiendo en el futuro.

martes, 23 de julio de 2013

Islandia (III). Landmannalaugar: walking on the moon



Es difícil explicar con palabras las sensaciones que entran por los ojos al visitar esta región de las tierras altas de Islandia denominada Landmannalaugar. Al adentrarte en la Reserva Natural de Fjallabak puedes comprender que te encuentras en un paraje insólito: un desierto volcánico de color marrón rodeado de altas montañas, lagos y surcado por ríos procedentes del deshielo. Al final de la pista, se encuentra Landmannalaugar, un lugar único. Comprender que es lo que hay allí, y visualizarlo sin haber estado, es imposible, pero se puede intentar realizando un sencillo ejercicio de imaginación. Para ello debes cerrar los ojos y pensar en un valle circular, inmenso, de color verde brillante, con ríos de agua cristalina que lo cruzan y un pequeño grupo de ovejas paciendo en un rincón. Alrededor, el valle lo rodean montañas triangulares que se entrecruzan, como dientes de una sierra, y se derriten ladera abajo en múltiples colores: marrones, grises, blancos, verdes, rojos, anaranjados... A tu espalda un inmenso campo de lava tapizado con una moqueta verde de musgo, rompe el paisaje en miles de formas caprichosas y aleatorias de cristal y piedra. Ahora escucha… lo oyes? Al fondo el balar perdido de una oveja. En la distancia el murmullo de un lecho de agua que corre. De vez en cuando el aire que ruge suave. Fuera de eso, nada. El vacío absoluto.
Al final del sendero, en la cima, la tierra respira exhalando nubes de vapor y cercos de amarillo azufre. El centro de la tierra palpita, ardiente, pero aguarda paciente. Desde arriba, el paisaje es sobrecogedor por su magnitud.
Al descender, se desanda el camino con la sensación constante, al girar la vista 360º, de que caminas por un mundo perdido, por otro planeta. Si la Luna fuera en color y Marte fuera no fuera rojo, serían, sin duda, Landmannalaugar.

viernes, 19 de julio de 2013

Islandia (II). Reykjavik, ante todo mucha calma



Reykjavik es una ciudad con alma de pueblo que se viste de capital para que sus apenas 120000 habitantes le otorguen un carácter alegre y animado. Reykjavik es moderna con mucho ambiente nocturno, con muchos bares y tiendas que hacen que las calles sean bulliciosas y con gente en movimiento hasta bien avanzado el día. Pero este bullicio no es ruidoso, sino la antítesis de la propia identidad de la ciudad porque si hay algo que puede contagiar Reykjiavik, es tranquilidad, sosiego y calma. Mucha calma. Es un Spa kilométrico con casitas bajas, recubiertas con paneles de chapa de colores, que forman calles relativamente estrechas por las que apenas hay tráfico, y los pocos coches que transitan por ellas lo hacen a un ritmo pausado, sin estrés. No importa la hora que sea ni hacia donde se dirijan, su destino seguirá estando allí cuando lleguen. Por sus calles no hay tensión, y algunos rincones rezuman paz.
Los rayos del Sol son un bien escaso a pesar de las numerosas horas de luz, y cuando estos hacen su aparición, los cafés comienzan a sacar el mobiliario a la calle inundándose las terrazas con los lugareños ávidos de absorber hasta la última gota de radiación, mientras lo acompañan con un cremosos capuccino o una dorada cerveza.
En este rincón del mundo, próximo al confín de la tierra, el tiempo no pasa, se detiene y se queda a disfrutar de la vida en su máxima expresión, a pesar de las durísimas condiciones ambientales a la que está sometida esta ciudad. Porque siempre se aproxima el invierno.

miércoles, 17 de julio de 2013

Islandia (I): Viaje al fin de la noche



Es difícil de concebir el día sin la noche, es como un círculo que no se cierra, la cara sin la cruz o un héroe sin supervillano. Por ello la sensación que experimenta nuestro cuerpo acostumbrado a los ciclos bipolares, se acerca a la surrealidad vital, lo que no impide absorber sensaciones a través de los ojos cansados de observar entre tanta claridad.
El camino del Norte en verano, es un viaje al fin de la noche. En los primeros compases de la ruta, las estrellas iluminan fieles a su cita, y la luna trabajadora incansable de las noches sin nubes, acompaña a la par compartiendo el mismo trozo de cielo. Más allá de ella todo es oscuridad, pero conforme se avanza hacia latitudes más septentrionales, el horizonte se tiñe con pinceladas de añil, azul, turquesa, naranja y rojo; todos ellos colores que anuncian la presencia del Sol. Durante un tiempo vuelan juntos, de la mano, la Luna a la izquierda, el Sol a la derecha, en una dura pugna por imponer su ley, pero finalmente es el Sol quien gana haciendo valer su veteranía y su tamaño, quedándose la luna atrás, que agotada y resignada se pierde en el confín de las sombras de los abismos meridionales.
Durante la escasa madrugada el Sol brilla tímido, pero con el descaro suficiente para teñir de celeste el cielo nocturno. Las sombras se alargan y el paisaje adquiere el tono mortecino de las primeras luces de los amaneceres primaverales.
Son las doce, las cero horas, y no hay rastro de las tinieblas que moldeando la superficie de la tierra, deben preceder a un nuevo día. La noche del solsticio de verano muere a manos del Sol que colorea las nubes de rojo, mientras el viaje se acaba, al igual que la noche que ha llegado a su fin. Más allá de los 68º de latitud norte, la oscuridad se diluye en un día eterno que lleva al fin de la noche.