Es
difícil de concebir el día sin la noche, es como un círculo que no se cierra,
la cara sin la cruz o un héroe sin supervillano. Por ello la sensación que
experimenta nuestro cuerpo acostumbrado a los ciclos bipolares, se acerca a la
surrealidad vital, lo que no impide absorber sensaciones a través de los ojos
cansados de observar entre tanta claridad.
El
camino del Norte en verano, es un viaje al fin de la noche. En los primeros
compases de la ruta, las estrellas iluminan fieles a su cita, y la luna
trabajadora incansable de las noches sin nubes, acompaña a la par compartiendo el
mismo trozo de cielo. Más allá de ella todo es oscuridad, pero conforme se avanza
hacia latitudes más septentrionales, el horizonte se tiñe con pinceladas de
añil, azul, turquesa, naranja y rojo; todos ellos colores que anuncian la
presencia del Sol. Durante un tiempo vuelan juntos, de la mano, la Luna a la
izquierda, el Sol a la derecha, en una dura pugna por imponer su ley, pero
finalmente es el Sol quien gana haciendo valer su veteranía y su tamaño, quedándose
la luna atrás, que agotada y resignada se pierde en el confín de las sombras de
los abismos meridionales.
Durante
la escasa madrugada el Sol brilla tímido, pero con el descaro suficiente para
teñir de celeste el cielo nocturno. Las sombras se alargan y el paisaje
adquiere el tono mortecino de las primeras luces de los amaneceres
primaverales.
Son
las doce, las cero horas, y no hay rastro de las tinieblas que moldeando la
superficie de la tierra, deben preceder a un nuevo día. La noche del solsticio
de verano muere a manos del Sol que colorea las nubes de rojo, mientras el
viaje se acaba, al igual que la noche que ha llegado a su fin. Más allá de los 68º
de latitud norte, la oscuridad se diluye en un día eterno que lleva al fin de
la noche.
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