Avanza
la tarde y con ella, procedente del mar, la niebla se acurruca en los huecos de
las montañas, creando un manto de vapor aterciopelado que lo recubre todo. Da
igual donde me encuentre, en la costa o en el interior de Islandia. Si espero
el tiempo suficiente escribiré desde el corazón de la niebla. Ahora, abrigado
por su húmedo manto, me encuentro dispuesto a pasar página y a hacer el
inventario de los recuerdos generados durante las dos últimas intensas semanas.
La colección la forman paisajes insólitos, en muchos casos sobrecogedores,
majestuosos y de una belleza extraordinaria. Mis botas todavía rezuman trozos
de caminos que le confieren una capa forjada por el agua y los colores de la
tierra: rojo, gris, verde, marrón pero sobre todo negro. He visto cascadas,
glaciares, lagos, volcanes, ríos, montañas, pozas de agua ardiente, lugares
donde notas el calor del interior de la tierra y su murmullo asomarse por
orificios como ventanas al infierno… al girar en cada recodo de la carretera es
la puerta que se abre a un nuevo paisaje, a un nuevo país.
Sólo
la experiencia de tomar la carretera 1 que circunvala el país merece la pena.
Es recorrer parajes sorprendentes mientras las postales van cambiando. Porque
la identidad de Islandia son sus carreteras. Estrechas, a veces sin pintar, con
el firme en mal estado y eso en el mejor de los casos. Muchos lugares son
inaccesibles con vehículos convencionales, porque están llenas de baches,
piedras o se debe vadear ríos. Incluso carreteras “principales” tienen
kilómetros enteros que pasan del asfalto a la tierra o la gravilla. Esto es muy
importante ya que el día que al gobierno se le de por construir autovías y
adosados, Islandia se habrá perdido para siempre.
El
agua también es otro símbolo de identidad (como el hielo y el fuego). Brota por
todas partes. Fría y caliente. Y en todos los casos de una calidad inigualable.
He bebido más agua del grifo en 15 días que durante los últimos 20 años.
Más
destacable, si cabe, que todo lo anterior es la inmensa paz y tranquilidad que
existe en este lugar. Si entradas atrás comentaba de la calma de Reykjiavik,
ésta parece un mercado en hora punta comparado con el resto del país. Aquí la
vida tiene otro ritmo otra cadencia, que se altera con la llegada de los miles
de turistas a los que los amables islandeses acogen con los brazos abiertos,
orgullosos de una forma de vida. Orgullosos de su extraordinario país.
En fin, todo llega y en unas horas emprenderé el
camino de regreso al reencuentro con la noche, al calor de la rutina y de los
amigos y seres queridos tan necesarios, pero siendo consciente de que una parte
de mi se queda en este país, tocando los acordes de la eterna canción de hielo
y fuego. Espero, algún día, tener la oportunidad de volver a reunirme con ella.
Grazas polas crónicas dos vosos días en Islandia. Só me queda dicir que teño moitísimas ganas ir alí e comprobalo cos meus propios ollos :)
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