Le gustaba la sensación de perderse y encontrarse a sí misma caminando por
las calles vacías. Disfrutaba al sentir, la compañía de la oscuridad y del
viento frío cuando arremolinaba con su presencia las inmundicias que poblaban
las aceras elevándose y arrastrándose al son de la brisa. Se divertía jugando con
el reflejo de su sombra en las paredes mojadas que rezumaban a su alrededor un
silencio hueco y opaco. Así, hablándole a la madrugada, paliaba con calma, la
ansiedad de las noches de insomnio. Era una noche más, como las otras, pero de
pronto, a lo lejos, percibió un destello que rompió en pedazos la negrura. Un
brillo incidente e incisivo le hirió los ojos y penetró profundo en su cerebro, rompiendo la magia y llenando de inquietud aquel
momento. Había algo al final de la calle. Algo refulgía como un claro de luna
en la espesura de un bosque en una noche de invierno. Salvo que esa noche, no
había luna. Con los ojos agotados en el esfuerzo por adaptarse a la oscuridad,
distinguió una figura recortándose contra el horizonte. Era él, sin duda, había
vuelto una noche más. Estaba con la cabeza agachada, a lo lejos, con su pelo
agitado por el aire, allí estaba, mirándola. Se ruborizó y con el sobresalto,
intentó agazaparse contra la pared en un esfuerzo inútil de esconder su
presencia. El hombre le sonrió en un relámpago de luz brillante, que le cegó la
vista. Apenas se recuperó pudo ver cómo se giraba y comenzaba a caminar al
tiempo que le lanzaba una mirada sugerente por encima del hombro, en una
invitación callada a que lo siguiese. Como en un hechizo, la intriga se volvió
más poderosa que el temor, y sin darse cuenta comenzó a seguirlo con sigilo.
Más adelante, al ver desconcertada que lo perdía de vista, intentó llamar su
atención, pero su garganta no emitió sonido alguno. Entonces se lanzó tras él
en una carrera desesperada recortando en poco tiempo la distancia que la
separaba del extraño y relamiéndose en la euforia embriagadora al creer en la
victoria. Ya estaba a punto de darle alcance cuando sintió como sus piernas de
repente se volvían pesadas y se hundían en un fango viscoso que le impedía
avanzar sin realizar un esfuerzo brutal para lanzar una pierna detrás de la
otra, y vio como el asfalto se deshacía en una pasta arcillosa y alquitranada
que la atrapaba y amenazaba con engullirla. Ella se resistía, luchando con
todas sus fuerzas contra la densa masa, sin perder de vista al extraño. Consciente
de sus dificultades, él se detuvo y la esperó sonriendo con picardía, con los
brazos abiertos a la altura de la cintura, mostrándose como el receptáculo
continente de un abrazo. En ese preciso momento se vio a si misma arrastrándose
por un suelo duro de hormigón, áspero; y extendiendo los brazos hacia el
muchacho, trató de tocarlo, mientras que lo veía vaporoso, y como un espejismo,
doblaba una esquina y se esfumaba. Maldijo en voz alta, pero no sonó más que un
eco amortiguado y lánguido. Poniéndose en pie con rabia, emprendió el camino
que había marcado el muchacho en su huida, comprobando atónita, a lo lejos, como
el callejón se estrechaba y terminaba ciego unos metros más adelante. Sin salida.
Nada. El joven muchacho parecía haber desaparecido, tal vez para siempre.
Todavía aturdida por el desconcierto, comenzó a sentir como el aire se
espesaba y la atmósfera elevaba su temperatura. Se le aceleró el pulso al
tiempo que sentía una presencia, que no estaba sola. Se giró rápido como el que
quiere atrapar a un animal por sorpresa, y allí se encontraba, de pie frente a ella,
observándola con naturalidad, sonriéndole. Era real. Carne y hueso. Hermoso. En
un suspiro, como en un juego de manos, se abalanzó sobre ella y la rodeó en la
suavidad de sus brazos. Sus ojos se fundieron en la misma mirada. En ese
momento, una fricción apasionada se apoderó de su sistema nervioso, subiendo
por su columna vertebral, y produciendo un borboteo de electricidad en su
vientre. El calor brotó de sus mejillas, mientras ambos se balanceaban mecidos
en un baile al son de una música imaginaria. El deseo la paralizaba al compás
de la suavidad de las caricias. Sin querer, dejó escapar un suspiro de placer
al sentir como la piel se estremecía a su contacto. Entornó la mirada. Exhaló
en el anhelo de querer probar la miel de los labios del hombre, y saborear la
dulce violencia de la lengua de él en su boca. De repente su corazón se detuvo
en una arritmia de tiempo congelado y eterno, y fue cuando él la iba a besar
que volvió a latir seco como un tambor. Rítmico como una sirena. Estridente
como una alarma, repetitivo como el eco… abrió los ojos… y de repente se vio
caminando por las calles vacías.
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