Se acortaban los días y
el viento tibio traía con su susurro la cadencia melancólica del vals de las
hojas caídas. La calle estaba humedecida
y el cielo a media luz enseñaba sus grises jirones de nubes que refunfuñaban
amenazantes. Mario salió de casa como cada
mañana a esperar el autobús que lo llevara a la escuela. En su cabeza
los pequeños proyectos del día que encajaban como piezas de un rompecabezas en
sus numerosos y fantasiosos sueños de preadolescente. El nuevo videojuego de
moda, el entrenamiento de baloncesto, el control de mates… un día cualquiera.
Llegó a la parada y se ajustó la cremallera de su zamarra, pues aquella mañana
de octubre despertara fresca. Alrededor todo era normal. Las mismas caras de
todos los días, los mismos gestos. Gentes de todas las edades, género y
condición con sus vidas, problemas y circunstancias, de los que Mario
permanecía ajeno girando dentro de su propio universo.
El autobús irrumpió
entre la lenta corriente del tránsito y se detuvo ante la impaciente
concurrencia que entró apresuradamente una vez se hubieron abierto las puertas.
Mario se arrastró perezoso hacia el final del vehículo, arrastrando su mochila
y esquivando a los pasajeros que permanecían de pie en el pasillo. Acurrucado
en un rincón quedó sumergido en una tormenta de pensamientos, adormilado por el
traqueteo del motor y con la vista al exterior empañada por la respiración
condensada de los viajeros. Saliendo de su ensimismamiento se detuvo en la
sedosa y suave voz de una muchacha que charlaba animadamente con su compañera
de asiento. Hipnotizado se puso a escuchar y disfrutó de su risa, de su
desparpajo, de su alegría. Tenía más o menos su edad. Tal vez fuera un año
mayor que él. Dos a lo sumo. Era una de esas personas que desprenden un aura
especial, que atraen inexplicablemente de tal forma que la eliges
involuntariamente y sientes un profundo deseo por llegar a conocerla y explorar
en su interior. Y allí seguía dicharachera con su abrigo y su gorro de lana.
Mario era incapaz de apartar la mirada de ella.
De repente las chicas se
levantaron y se dirigieron a la puerta. Se acercaba su parada y en su camino de
salida pasaron delante de Mario que permanecía embobado, como en trance. En el
momento de descender, ella le dirigió su mirada, y Mario como saliendo del
hechizo, fue consciente de que la miraba fijamente y sintió el calor del rubor
coloreando su imberbe cara. El autobús arrancó y su figura se alejó en la
distancia.
Al día siguiente allí
estaba de nuevo. Y al siguiente. Y al otro. Cada día Mario se montaba ansioso
al autobús y la buscaba entre los pasajeros y una vez la localizaba se
agazapaba para poder observarla en secreto. Conforme pasaban los días comenzó a
experimentar sentimientos y cascadas de sensaciones que nunca antes había conocido.
Se pasaba horas en la inopia, fantaseando con la chica. Ya no pensaba en las
cosas triviales del día a día. Anhelaba saber su nombre y reunir el valor
suficiente para poder dirigirle la palabra. Aquellos días de octubre, se sintió
fuerte. Tenía una motivación extra para saltar de la cama y dirigirse hacia el
mejor momento del día, aquel trayecto en autobús de apenas veinte minutos en la
anónima compañía de Lucía. Porque así se llamaba. Lo había descubierto
siguiendo una de sus conversaciones al acecho desde el final del autobús.
Avanzaba octubre con sus
lluvias, recortando la vida de los días, pero Mario ajeno a todo aquello, vivía
su primavera en otoño. Cada nueva mañana, se creía con fuerzas suficientes para
demostrarle a Lucía que coexistía con ella en el mundo, pero llegada la hora de
la verdad permanecía inmóvil, embelesado con la presencia de la muchacha y con
los ojos brillantes fijos en su sonrisa.
Nunca olvidará aquella
mañana fría y soleada, cuando ya despuntaba noviembre, que se subió eufórico al
autobús, como otro día más desde aquel que se fijara en ella por primera vez, a
por todas, dispuesto a hablar o a morir en el intento, cuando se percató de su
ausencia. No viajaba en aquel autobús. Ni al día siguiente. Ni al otro. Nunca
más volvió a verla. Aquellos días de noviembre el mundo se volvió gris, en
blanco y negro como una antigua fotografía. Lucía, tal como había entrado en su
vida, se había ido.
Con el tiempo, como es
lógico, Mario logró superarlo. Pero aun así con el paso de los años, cada vez
que toma el autobús para ir a trabajar, no puede evitar evocar los recuerdos de
aquella infancia feliz y piensa en Lucía, y en la mujer en la que se habrá
convertido, y vuelve a fantasear como en aquellos veinte días de octubre, en
los que comenzó a perder la inocencia y marcaron en su conciencia un recuerdo
indeleble. Para siempre.
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