Notas de viaje

"La lectura es el viaje de los que no pueden tomar el tren."

Francis de Croisset


lunes, 10 de marzo de 2014

Veinte días de Octubre



Se acortaban los días y el viento tibio traía con su susurro la cadencia melancólica del vals de las hojas caídas.  La calle estaba humedecida y el cielo a media luz enseñaba sus grises jirones de nubes que refunfuñaban amenazantes. Mario salió de casa como cada  mañana a esperar el autobús que lo llevara a la escuela. En su cabeza los pequeños proyectos del día que encajaban como piezas de un rompecabezas en sus numerosos y fantasiosos sueños de preadolescente. El nuevo videojuego de moda, el entrenamiento de baloncesto, el control de mates… un día cualquiera. Llegó a la parada y se ajustó la cremallera de su zamarra, pues aquella mañana de octubre despertara fresca. Alrededor todo era normal. Las mismas caras de todos los días, los mismos gestos. Gentes de todas las edades, género y condición con sus vidas, problemas y circunstancias, de los que Mario permanecía ajeno girando dentro de su propio universo.
El autobús irrumpió entre la lenta corriente del tránsito y se detuvo ante la impaciente concurrencia que entró apresuradamente una vez se hubieron abierto las puertas. Mario se arrastró perezoso hacia el final del vehículo, arrastrando su mochila y esquivando a los pasajeros que permanecían de pie en el pasillo. Acurrucado en un rincón quedó sumergido en una tormenta de pensamientos, adormilado por el traqueteo del motor y con la vista al exterior empañada por la respiración condensada de los viajeros. Saliendo de su ensimismamiento se detuvo en la sedosa y suave voz de una muchacha que charlaba animadamente con su compañera de asiento. Hipnotizado se puso a escuchar y disfrutó de su risa, de su desparpajo, de su alegría. Tenía más o menos su edad. Tal vez fuera un año mayor que él. Dos a lo sumo. Era una de esas personas que desprenden un aura especial, que atraen inexplicablemente de tal forma que la eliges involuntariamente y sientes un profundo deseo por llegar a conocerla y explorar en su interior. Y allí seguía dicharachera con su abrigo y su gorro de lana. Mario era incapaz de apartar la mirada de ella.
De repente las chicas se levantaron y se dirigieron a la puerta. Se acercaba su parada y en su camino de salida pasaron delante de Mario que permanecía embobado, como en trance. En el momento de descender, ella le dirigió su mirada, y Mario como saliendo del hechizo, fue consciente de que la miraba fijamente y sintió el calor del rubor coloreando su imberbe cara. El autobús arrancó y su figura se alejó en la distancia.
Al día siguiente allí estaba de nuevo. Y al siguiente. Y al otro. Cada día Mario se montaba ansioso al autobús y la buscaba entre los pasajeros y una vez la localizaba se agazapaba para poder observarla en secreto. Conforme pasaban los días comenzó a experimentar sentimientos y cascadas de sensaciones que nunca antes había conocido. Se pasaba horas en la inopia, fantaseando con la chica. Ya no pensaba en las cosas triviales del día a día. Anhelaba saber su nombre y reunir el valor suficiente para poder dirigirle la palabra. Aquellos días de octubre, se sintió fuerte. Tenía una motivación extra para saltar de la cama y dirigirse hacia el mejor momento del día, aquel trayecto en autobús de apenas veinte minutos en la anónima compañía de Lucía. Porque así se llamaba. Lo había descubierto siguiendo una de sus conversaciones al acecho desde el final del autobús.
Avanzaba octubre con sus lluvias, recortando la vida de los días, pero Mario ajeno a todo aquello, vivía su primavera en otoño. Cada nueva mañana, se creía con fuerzas suficientes para demostrarle a Lucía que coexistía con ella en el mundo, pero llegada la hora de la verdad permanecía inmóvil, embelesado con la presencia de la muchacha y con los ojos brillantes fijos en su sonrisa.
Nunca olvidará aquella mañana fría y soleada, cuando ya despuntaba noviembre, que se subió eufórico al autobús, como otro día más desde aquel que se fijara en ella por primera vez, a por todas, dispuesto a hablar o a morir en el intento, cuando se percató de su ausencia. No viajaba en aquel autobús. Ni al día siguiente. Ni al otro. Nunca más volvió a verla. Aquellos días de noviembre el mundo se volvió gris, en blanco y negro como una antigua fotografía. Lucía, tal como había entrado en su vida, se había ido.
Con el tiempo, como es lógico, Mario logró superarlo. Pero aun así con el paso de los años, cada vez que toma el autobús para ir a trabajar, no puede evitar evocar los recuerdos de aquella infancia feliz y piensa en Lucía, y en la mujer en la que se habrá convertido, y vuelve a fantasear como en aquellos veinte días de octubre, en los que comenzó a perder la inocencia y marcaron en su conciencia un recuerdo indeleble. Para siempre.

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