Somos
música. Las canciones son recuerdos sobre los que se construye la banda sonora
de nuestra vida. La memoria nos puede jugar malas pasadas, convirtiendo las
vivencias en imágenes de plastilina, que se deforman creando distorsiones de
hechos y lugares, más y más moldeables si cabe, conforme avanza el tiempo. La
música en cambio, queda permanentemente grabada a fuego en lo más profundo de
ese abismo de misterio que es nuestro sistema nervioso. Aflora constantemente
creando un estímulo. Es acción y reacción.
Tal
vez podamos intentar recordar que hacíamos tal día como hoy hace exactamente un
año, y lo consigamos, pero lo que es seguro es que si escuchamos una de esas
canciones significativas presentes en un episodio importante de nuestra vida,
enseguida experimentaremos un torrente de emociones y sensaciones que nos
pueden hacer traspasar el umbral de las puertas de la percepción. Cada acorde acompaña a un recuerdo, a un sentimiento, dibujando
la armonía de la experiencia que queda impregnada en el cerebro como una
melodía que jamás se olvida.
Hay
canciones que recuerdan a los veranos de la infancia, o a los primeros amores,
y su reproducción es un torrente de cálida brisa, salitre y piel mordida por el
sol que permite rescatar los latidos de la inocencia perdida; otras son el
suspiro del despecho, anhelo y frustración. Las hay que guardan el sabor amargo
de la ausencia, otras el desconsuelo del llanto y el dolor por la pérdida
quedando impregnadas por un halo de tristeza eterna, pero todas ellas son los
trazos que tejen el mapa de los sonidos de la memoria. Todas ellas rumian
libremente en el subconsciente, tarareando las notas que dan forma a la
nostalgia y cuerpo a la melancolía.
Hay
quien colecciona fotografías para conseguir la inmortalidad de los sucesos más
señalados, yo, además, colecciono canciones.
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